Pero a pesar de las
anteriores circunstancias Fuerteventura alberga en su tierra y fondos
marinos una significativa cantidad de yacimientos en buen estado de
conservación, merecedores la mayoría de estudios, intervenciones
arqueológicas sistemáticas, protección y divulgación. Pero la
realidad es otra, justo en el sentido contrario. Las competencias
sobre el patrimonio histórico canario están establecidas en la ley
homónima que otorga a los Cabildos la mayoría de las funciones
relacionadas con su protección y divulgación aunque algunas de esas
actuaciones deben de estar refrendadas por el Gobierno de Canarias. Y
ahí, en el caso majorero, es donde radica el problema: no ha
existido ni voluntad política ni interés técnico en actuar,
proteger y divulgar el patrimonio arqueológico desde el Cabildo. El
resultado es lamentable: a lo largo de la historia las excavaciones
arqueológicas en Fuerteventura se cuentan con los dedos de las
manos, literalmente.
Curiosamente
Fuerteventura fue la primera de las islas en contar con una Carta
Arqueológica, recientemente revisada y aumentada. Pero, ¿de qué
sirve tal inventario si luego no se protege, se estudia y se divulga?
Pues realmente para poco ya que hasta su consulta está tan
restringida -bajo el argumento espurio de que de esa forma se evitan
los expolios- que se convierte en un documento ineficaz para sus
fines.
La falta de planificación
del Cabildo en asuntos arqueológicos tiene varias consecuencias. La
primera es que la Consejería de Cultura y Patrimonio dedica sus
esfuerzos, sus recursos y sus intereses a otros menesteres. De ahí
que, por ejemplo, Fuerteventura tenga declaradas veintisiete iglesias
y ermitas como Bienes de Interés Cultural de categoría Monumento y
solo cinco como Bienes de Interés Cultural categorizados como Zona
Arqueológica. Y eso a pesar de las reticencias de la Consejería
para declarar y delimitar algún BIC, como el de Tindaya, al que solo
accedieron después de una resolución judicial que los obligaba y
que derivó en una delimitación que será usada en congresos
arqueológicos y patrimoniales de cómo se imponen las directrices
políticas sobre los criterios científicos. En otros casos la
gestión de las zonas arqueológicas son disparatadas, como el BIC
del Poblado de La Atalayita que fue restaurado y en donde se
construyó un centro de interpretación. Al estar señalizado,
cientos de visitantes acceden a él todos los días (lo que demuestra
que el patrimonio cultural indígena despierta interés y que puede
ser un excelente complemento para el sector turístico); el problema
es que, prácticamente desde su inauguración, el centro de
interpretación está cerrado y el poblado sin vigilancia: una
invitación al expolio -consciente o inconsciente- para los personas
que, día tras día, transitan como almas en pena por allí.
La segunda consecuencia
es que las actuaciones sobre el patrimonio arqueológico insular son
realizadas por empresas o grupos de expertos ajenos a la institución
insular. Eso no debería suponer, a priori, un problema. Pero las
políticas del clientelismo están tan arraigadas en esta tierra que
los fines de las contrataciones acaban por pervertirse. Algunas de
las contrataciones se dotan de financiación escasa para no superar
el límite que les obligaría a sacarlas a concurso público. Esto
hace que -para poder otorgarla a dedo a los colegas- la intervención
arqueológica quede reducida en sus acciones quedando incompleta por
falta de más financiación. En otras simplemente no se han emitido
los obligatorios informes de final de campaña, es decir, no se han
elaborado los documentos con las conclusiones de las intervenciones.
El tercer efecto, quizás
el más doliente, es que no existe ningún plan sistemático que
trate al patrimonio arqueológico majorero de manera científica. La
mayoría de las actuaciones (casi todas prospecciones visuales) son
intervenciones de urgencia o impulsadas por la presión urbanística.
Si se va a instalar una torreta eléctrica, una canalización de agua
o a ampliar una carretera se contrata a alguna empresa para que
visite el sitio y sondee el terreno. En otras ocasiones las
intervenciones arqueológicas obedecen a criterios ideológicos y a
intereses de grupos más que a necesidades reales. De esa forma se
otorgan permisos y se dota de financiación (y hasta algunos técnicos
del Cabildo se ponen el mono de faena para echar una mano) a los
buscadores de tesoros púnico-fenicios-romanos para ver si, de una
vez por todas, encuentran nuestras señas de identidad mediterráneas.
De un tiempo a esta
parte, la cultura en Fuerteventura ha quedado limitada, desde sus
instituciones, a su concepción más comercial, festiva y mediática.
Están muy bien los palacios de congresos, los eventos, festivales,
conciertos, ferias, espectáculos y visitas de ilustres pero ¿qué
pasa con la cultura isleña, en especial con el patrimonio de un
pueblo que habitó esta isla durante al menos mil quinientos años?,
¿no merecería que nuestras instituciones le dispensaran al menos el
mismo trato? Al fin y al cabo los espectáculos culturales
grandilocuentes se repiten, con escasas variantes, por todo el mundo
occidental, pero los vestigios arqueológicos de la cultura de los
mahos son únicos, irrepetibles y solo se encuentran aquí. Quizás
algún político, algún día, se dé cuenta, aunque, si en sesenta
años de arqueología isleña apenas se han realizado una decena de
excavaciones, cuando se lo vayan a tomar en serio lo mismo no queda
patrimonio que defender. A lo mejor esa es la intención.
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