martes, 30 de junio de 2015

El abandono institucional de la arqueología majorera



Fuerteventura es la isla del archipiélago canario que conserva el mayor número de yacimientos arqueológicos sin expoliar. Su carta arqueológica recoge más de ochocientos yacimientos donde se constata la presencia de vestigios de la cultura pre-europea. Ello ha sido debido a la escasa densidad de población y a que la presión urbanística ha sido menor que en otras islas. Fuerteventura no superó la cifra de doce mil habitantes hasta bien entrado el siglo XX y los principales centros urbanos y turísticos se han concentrado en lugares muy concretos de su costa sur-oriental. Eso no es óbice para que algunos de los yacimientos arqueológicos hayan desaparecido. Es probable que, tras la conquista, muchos de los pueblos se establecieran en lugares habitados previamente por la sociedad indígena puesto que son los espacios que reúnen las mejores condiciones estratégicas y ecológicas para su desarrollo. Eso transformaría, inevitablemente, asentamientos previos. En otros casos el desconocimiento y la necesidad destruyeron nichos arqueológicos importantes, como sucedió con muchos concheros cuyo material (principalmente conchas de moluscos) se vendían y embarcaban hacia Gran Canaria y Tenerife como suplemento de calcio y oligoelementos para las granjas de gallinas. Algunas infraestructuras modernas también han destrozado o transformado el patrimonio etnográfico o arqueológico majorero. El resultado a veces es patético, como la destrucción del Corral de la Asamblea que forma parte del conjunto arqueológico del Llano del Palo en el municipio de La Oliva y que, como podemos observar en la siguiente fotografía, fue dividido por una carretera del Cabildo majorero. Por último, la acción de personas desaprensivas, ignorantes, expoliadoras a conciencia y buscadoras de tesoros arqueológicos hace que algunos yacimientos hayan sido -y sigan siendo- dañados de forma irreversible como sucede con algunas estaciones de grabados rupestres.



Pero a pesar de las anteriores circunstancias Fuerteventura alberga en su tierra y fondos marinos una significativa cantidad de yacimientos en buen estado de conservación, merecedores la mayoría de estudios, intervenciones arqueológicas sistemáticas, protección y divulgación. Pero la realidad es otra, justo en el sentido contrario. Las competencias sobre el patrimonio histórico canario están establecidas en la ley homónima que otorga a los Cabildos la mayoría de las funciones relacionadas con su protección y divulgación aunque algunas de esas actuaciones deben de estar refrendadas por el Gobierno de Canarias. Y ahí, en el caso majorero, es donde radica el problema: no ha existido ni voluntad política ni interés técnico en actuar, proteger y divulgar el patrimonio arqueológico desde el Cabildo. El resultado es lamentable: a lo largo de la historia las excavaciones arqueológicas en Fuerteventura se cuentan con los dedos de las manos, literalmente.

Curiosamente Fuerteventura fue la primera de las islas en contar con una Carta Arqueológica, recientemente revisada y aumentada. Pero, ¿de qué sirve tal inventario si luego no se protege, se estudia y se divulga? Pues realmente para poco ya que hasta su consulta está tan restringida -bajo el argumento espurio de que de esa forma se evitan los expolios- que se convierte en un documento ineficaz para sus fines.



La falta de planificación del Cabildo en asuntos arqueológicos tiene varias consecuencias. La primera es que la Consejería de Cultura y Patrimonio dedica sus esfuerzos, sus recursos y sus intereses a otros menesteres. De ahí que, por ejemplo, Fuerteventura tenga declaradas veintisiete iglesias y ermitas como Bienes de Interés Cultural de categoría Monumento y solo cinco como Bienes de Interés Cultural categorizados como Zona Arqueológica. Y eso a pesar de las reticencias de la Consejería para declarar y delimitar algún BIC, como el de Tindaya, al que solo accedieron después de una resolución judicial que los obligaba y que derivó en una delimitación que será usada en congresos arqueológicos y patrimoniales de cómo se imponen las directrices políticas sobre los criterios científicos. En otros casos la gestión de las zonas arqueológicas son disparatadas, como el BIC del Poblado de La Atalayita que fue restaurado y en donde se construyó un centro de interpretación. Al estar señalizado, cientos de visitantes acceden a él todos los días (lo que demuestra que el patrimonio cultural indígena despierta interés y que puede ser un excelente complemento para el sector turístico); el problema es que, prácticamente desde su inauguración, el centro de interpretación está cerrado y el poblado sin vigilancia: una invitación al expolio -consciente o inconsciente- para los personas que, día tras día, transitan como almas en pena por allí.

La segunda consecuencia es que las actuaciones sobre el patrimonio arqueológico insular son realizadas por empresas o grupos de expertos ajenos a la institución insular. Eso no debería suponer, a priori, un problema. Pero las políticas del clientelismo están tan arraigadas en esta tierra que los fines de las contrataciones acaban por pervertirse. Algunas de las contrataciones se dotan de financiación escasa para no superar el límite que les obligaría a sacarlas a concurso público. Esto hace que -para poder otorgarla a dedo a los colegas- la intervención arqueológica quede reducida en sus acciones quedando incompleta por falta de más financiación. En otras simplemente no se han emitido los obligatorios informes de final de campaña, es decir, no se han elaborado los documentos con las conclusiones de las intervenciones.



El tercer efecto, quizás el más doliente, es que no existe ningún plan sistemático que trate al patrimonio arqueológico majorero de manera científica. La mayoría de las actuaciones (casi todas prospecciones visuales) son intervenciones de urgencia o impulsadas por la presión urbanística. Si se va a instalar una torreta eléctrica, una canalización de agua o a ampliar una carretera se contrata a alguna empresa para que visite el sitio y sondee el terreno. En otras ocasiones las intervenciones arqueológicas obedecen a criterios ideológicos y a intereses de grupos más que a necesidades reales. De esa forma se otorgan permisos y se dota de financiación (y hasta algunos técnicos del Cabildo se ponen el mono de faena para echar una mano) a los buscadores de tesoros púnico-fenicios-romanos para ver si, de una vez por todas, encuentran nuestras señas de identidad mediterráneas.

De un tiempo a esta parte, la cultura en Fuerteventura ha quedado limitada, desde sus instituciones, a su concepción más comercial, festiva y mediática. Están muy bien los palacios de congresos, los eventos, festivales, conciertos, ferias, espectáculos y visitas de ilustres pero ¿qué pasa con la cultura isleña, en especial con el patrimonio de un pueblo que habitó esta isla durante al menos mil quinientos años?, ¿no merecería que nuestras instituciones le dispensaran al menos el mismo trato? Al fin y al cabo los espectáculos culturales grandilocuentes se repiten, con escasas variantes, por todo el mundo occidental, pero los vestigios arqueológicos de la cultura de los mahos son únicos, irrepetibles y solo se encuentran aquí. Quizás algún político, algún día, se dé cuenta, aunque, si en sesenta años de arqueología isleña apenas se han realizado una decena de excavaciones, cuando se lo vayan a tomar en serio lo mismo no queda patrimonio que defender. A lo mejor esa es la intención.


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