No conozco a nadie que invierta en la Bolsa y, si lo conozco, se lo tiene bien calladito porque no me he enterado. A veces creo que la Bolsa no existe. De hecho, según me han explicado con gran paciencia, el dinero que se mueve en la Bolsa llega un punto que alcanza la intangibilidad y se convierte en directo ficticio. No me pregunten cómo pero el dinero que se volatiza en las pantallas del IBEX vuelve, como ganancia, a los grandes inversores en forma material; dinero contante y sonante. Pero, si la Bolsa quiebra, las pérdidas las pagan las personas que no juegan. Es un invento tenebrosamente infalible: la banca siempre gana.
La cosa se ha ido perfeccionando con el paso del tiempo. El capitalismo aprende de sus errores. En el crack del 29, la primera de las crisis capitalistas con carácter planetario, los arriesgados inversores se tiraron desde los balcones. Ahora no. Ahora nos desalojan, nos desahucian, nos congelan las pensiones, nos bajan los sueldos, capitulan de esa falacia del Estado del bienestar y reforman toda una Constitución (que nos habían dicho que no se podía reformar) para que no se repita la escena y para que los banqueros se puedan asomar a los balcones sin el vértigo de antaño.
Parece ser que para que los mercados hagan sus negocios es necesario que las cuentas públicas estén saneadas. La clase política repite como una cacatúa domesticada las órdenes del capital, aplicando la didáctica infantil no por ánimo pedagógico sino porque no da para más. Para justificar la reforma constitucional sus alegres señorías han explicado que el Estado -esa casa común, nos dicen- es como un hogar cualquiera donde no se puede gastar más de lo que se ingresa. Olvidan que los hogares están endeudados, hipotecados con préstamos que se pagarán a los usureros en décadas de intereses casi eternos. Mejor estaría que se hubiese reformado la Constitución para prohibir nuestras deudas. De hecho habría que introducir tantas reformas que a la Constitución no la reconocería ni la santa transición que la parió. Para no agobiar con propuestas excesivas plantearemos una que debe contar con un amplio consenso: incluir un artículo donde se prohíba el paro. Parecerá descabellado pero ¿acaso el déficit estatal es más importante que el empleo digno?
Pero, claro, a la clase política lo que le interesan son los mercados de valores y no el mercado laboral. Según los datos publicados sobre los patrimonios de los diputados y senadores, más del cuarenta por ciento de esa casta tiene acciones directas en bolsa o en fondos de inversión. De ahí su interés para facilitarle un escenario benigno a los mercados. Si los mercados se ponen nerviosos, a nosotros nos convierten en su tila.
Hace años, en los informativos, las noticias referidas a la Bolsa eran más bien escasas, a veces contenidas en un aparte para expertos. Hoy ocupan la primera plana, el primer titular, y compiten con el fútbol en el tiempo dedicado a sus vaivenes. Nunca antes a un asunto invisible se le había dado tanta importancia mediática. Los tonos de los informadores se vuelven pesimistas cuando la Bolsa sufre una caída y despliegan énfasis optimistas cuando los índices bursátiles suben para mayor gloria del capital. Tendremos un buen día si la cotización está en alza. Da igual que usted esté en paro, que cobre un salario de miseria, o que no conozca a nadie que juegue en la Bolsa. Por fin estamos en posición de contestar a la pregunta histórica: ¿la bolsa o la vida? La cosa está clara, no porque lo hayamos meditado, sino porque los atracadores eligieron primero.