A principios del año
1995, con motivo de los actos del Bicentenario de la fundación de la ciudad de
Puerto del Rosario, el Ayuntamiento capitalino aprueba - por unanimidad -
ponerle el nombre de Plaza de los Demócratas al espacio trasero de la Plaza de la Iglesia. Conformaban
aquella corporación el PSOE, Asamblea Majorera, Independientes de
Fuerteventura, CDS y el PP. El acuerdo, promovido por el entonces alcalde,
Eustaquio Santana Gil, pretendía brindarle un reconocimiento público a todos
aquellos demócratas que, en tiempos difíciles del franquismo, lucharon porque
la democracia se implantara en el Estado español y, de un modo especial a
Joaquín Satrústegui, Jesús Barros de Lis, Jaime Miralles y Fernando Álvarez de
Miranda, que habían sido deportados a Fuerteventura, en 1962, como resultado de
su intervención en el conocido
como el "Contubernio de Múnich". No fueron los únicos
desterrados a Canarias a raíz de aquel encuentro celebrado en la ciudad
alemana. Íñigo Cavero y José Luis Ruiz-Navarro fueron confinados a El Hierro;
Alfonso Prieto, a La Gomera
y Félix Pons y Juan Casals, a Lanzarote. Curiosamente, salvo este último
-empresario- todos los demás eran abogados o profesores de Derecho.
Estos deportados
habían participado en una reunión convocada por el Movimiento Europeo en Múnich
(un organismo de carácter liberal democrático que propugnaba una Europa unida)
entre el 5 y el 8 de junio de 1962. En total participaron 118 españoles,
opositores al régimen franquista bien desde el exilio, bien desde el interior.
De la reunión fueron excluidos los comunistas y anarquistas. Participaron,
además, algunos ex ministros de la Segunda República como Salvador de Madariaga (de
ideología liberal-demócrata y uno de los organizadores del encuentro) o Gil
Robles, líder del partido de ultraderecha CEDA y por aquel entonces miembro del
Consejo Privado de Juan de Borbón. También participaron significados
socialistas como Rodolfo Llopis o reconocidos intelectuales como José
Vidal-Beneyto, incluso ex falangistas de la talla de Dionisio Ridruejo que ya había conocido previamente la deportación
interior por su desencanto con el régimen franquista. Para el historiador
Bernat Muniesa, la reunión de Múnich fue la primera vez en que se abrió el
diálogo entre aquellos que se habían enfrentado durante la Guerra Civil.
Aquel encuentro
variopinto parió un comunicado final donde se establecían las condiciones
previas para permitir la incorporación de España al espacio común europeo (meses
antes el Gobierno de España había solicitado formalmente su incorporación):
creación de instituciones democráticas; respeto a los derechos de la persona,
en especial a la libertad de expresión; la eliminación de la censura
gubernamental; libre ejercicio del sindicalismo y reconocimiento del derecho a
la huelga y el reconocimiento a las diferentes "comunidades
naturales" y a los partidos políticos. Dentro del escenario histórico, el
comunicado de la reunión de Múnich supuso un intento explícito de incorporar al
Estado español a las democracias representativas de su entorno.
Al volver de
Múnich, los opositores interiores que habían participado en la reunión fueron
obligados a declarar en las dependencias policiales. Se les "invitó"
a abandonar el país y los que decidieron quedarse fueron multados y desterrados
a Canarias. El Régimen, a través del Ministerio de Información, desarrolló una
campaña propagandística que pretendía demonizar a los participantes en la
reunión al tiempo que se orquestaba una nueva campaña de adhesión al Régimen.
El periódico Arriba tituló a toda
plana: ¡Múnich a la horca!; otros periódicos no fueron menos hirientes: La Anti-España
resucita en Múnich; Unidos por el odio y la traición; Cómica reunión de
democristianos, monárquicos de ningún rey, comunistas, anarquistas y
separatistas. Y desde el propio Ministerio de Información se bautizó a
aquella reunión como El Contubernio ("alianza
vituperable en la que participan traidores") de Múnich.
Se cumplen, pues, 50
años de aquel llamado Contubernio y de la deportación a Canarias de
aquella oposición blanda (otra oposición más beligerante y decidida -como la de
la clase trabajadora en las cuencas mineras o en los cinturones industriales
del País Vasco o Cataluña- era duramente reprimida) y el Ayuntamiento de Puerto
del Rosario ha decidido “conmemorarlo”
retirando la placa -y con ella el nombre-
a la Plaza
de los Demócratas. Aunque cueste creerlo, las presiones del párroco de la
ciudad, instando al Ayuntamiento a que la plaza pase a denominarse Nuestra
Señora del Rosario (bajo el argumento
de que es propiedad de la
Iglesia ) han cuajado y parte de aquellos que, en 1995, les
rindieron homenaje hoy les vilipendian. Con carácter inmediato, el Alcalde -al
que le faltó escasos días para ordenarse cura- ordenó retirar la placa;
tempranito, y cuando las calles duermen,
para esconder tal vergüenza.
Paradójicamente, el
aniversario de aquella reunión en la capital bávara, está pasando con más pena
que gloria y, salvo algunos reportajes periodísticos y el homenaje brindado por
el Movimiento Europeo en el Congreso de los Diputados, se está silenciando un
capítulo de la historia contemporánea de España y de Canarias, cuya
trascendencia mediática, institucional y personal está aún por investigarse
profundamente. Tarea, por otro lado, complicada: la documentación oficial ha
desaparecido misteriosamente de los archivos canarios y españoles y los
intentos de algunos familiares de los deportados por acceder a los expedientes
policiales y ministeriales solo han encontrado disculpas y negativas. Todavía
la losa del silencio sobre nuestro pasado más inmediato es casi inamovible. Y
ahora, al silencio, se le suma la reacción a través de un verdadero contubernio,
el llevado a cabo por parte del Ayuntamiento, representante de un pueblo que
acogió con los brazos abiertos a aquellos cuatro deportados en 1962.