(Imagen obtenida de Canarias semanal)
Lo del agujero de
Chillida en Tindaya se ha convertido para Mario Cabrera en una
obsesión que, vistas sus últimas ocurrencias, empieza a
somatizarla. Si en su dilatada carrera política (casi treinta años
sin disparar un chícharo) le hubiese puesto la mitad de empeño a
los asuntos que benefician a la mayoría del pueblo majorero,
Fuerteventura contaría con una calidad de vida que sería envidiada
por los países nórdicos. Que obtuviese una licenciatura en
Pedagogía por la Universidad de La Laguna fue un puro trámite, más
dirigido a convertirse en político profesional que a ejercer una
profesión que solo ha visto, de pasada, en los manuales. De vuelta a
su tierra se subió a una poltrona que no ha soltado: de 1991 a 2003
fue consejero del Cabildo majorero; de 2003 a 2015 presidente de la
misma institución. Como la isla se le quedó chica, en la actualidad
(desde 2015) amplía sus doctos quehaceres ejerciendo como diputado
autonómico en Tenerife.
Al bueno de Mario le pasó
con Tindaya lo que a Chillida. El artista quiso trascender y quedarse
perpetuado eternamente superando a la propia naturaleza. Y Mario
Cabrera ha soñado, desde que el artista vasco apareció por estos
tableros, con que a él se le recuerde como el supremo valedor de una
obra que -son sus palabras- “coloque a Fuerteventura en el mapa”.
Ya nos habíamos acostumbrado a que Mario Cabrera, como buen político
profesional, mintiera una y otra vez con el asunto de Tindaya. Su
mentira más común -que ha vuelto a repetir hace unos días- es que
los defensores de Tindaya no hicieron nada contra las canteras antes
de la llegada de Chillida. Mario piensa que repetir esa mentira
terminará por convertirla en verdad. Pero como las hemerotecas
existen, dejamos aquí un par de noticias (de antes de que el gran
genio nos visitara) a ver si hay suerte y el hombre deja de repetirse
tanto como el mojo subido de ajo.
(Diario de Las Palmas. Junio 1984. 10 años antes de la llegada de Chillida)
(La Provincia. Mayo de 1992)
El magnífico proyecto de
Mario Chillida o de Eduardo Cabrera es, ya lo saben ustedes, la obra
de arte más cara del planeta: sin moverse una piedra le ha costado a
este pueblo, tan canario, 30 millones de euros. Si nuestro hombre le
hubiese dirigido su obsesión a otros asuntos y su partido hubiera
destinado el dinero a otros menesteres Fuerteventura no llevaría 30
años esperando por un nuevo hospital, ni las personas con
tratamientos oncológicos tendrían que estar manifestándose, una
vez sí y otra también, demandando justicia para su salud; si su
obsesión se hubiese centrado hacia sectores tan triviales como el
educativo nuestros centros escolares competirían con Harvard; si
hubiese prestado la mitad de atención que le ha dedicado al agujero
de Chillida al deporte y a la juventud de esta isla hoy no estarían
cerradas todas las instalaciones deportivas cubiertas de la capital
majorera; con una ínfima parte del dinero malgastado en este
proyecto especulativo y disparatado, los servicios sociales de las
instituciones estarían dando la cobertura indispensable que hoy se
le niega a las personas más desfavorecidas. La lista de prioridades
es tan grande que la obsesión (y el consecuente despilfarro) se ha
convertido en una impúdica obscenidad.
Si uno repasa el legado
de sus 27 años en la política profesional solo nos queda reconocer
que su único éxito ha sido un Palacio de Congresos, un adefesio
urbanístico arquitectónicamente horroroso, con escasa
funcionalidad. Eso sí, el mamotreto (como es conocido popularmente
el edificio) cuenta por orden expresa de don Mario Cabrera con un
espacio denominado, como no podría ser de otra manera, Sala
Chillida. Y uno, ante tanta machangada, ya no sabe si reír o
llorar.
Esta semana el grupo
parlamentario de Podemos presentó una Proposición No de Ley
instando a que el Parlamento canario avalara la propuesta de que la
montaña de Tindaya pudiera ser declarada como Patrimonio de la
Humanaidad por la UNESCO. La moción la defendió Natividad Arnaiz a
la sazón diputada autonómica por Fuerteventura y que, miren ustedes
qué cosa más extraña, pertenece a ese grupo demográfico formado
por el 60% de residentes de esta isla que han nacido más allá de
sus costas. Y entonces, Mario Chillida volvió, una vez más, a mear
fuera del tiesto.
Como las obsesiones son
incontrolables (sobre todo si uno no asume que las tiene) al hombre
se lo llevaron los demonios y, en un documento que ha quedado por
escrito (y quedará en los anales de los disparates políticos) se
empeñó en presentar una enmienda en la que solicitaba que la
montaña fuese declarada Patrimonio de la Humanidad solo si incluía
el proyecto de Chillida. Menos mal que alguien con algunas luces le
dijo al guanarteme de La Matilla que retirara semejante babiecada,
que en la UNESCO se podrían partir la caja si les hubiese llegado
una propuesta para declarar como Patrimonio de la Humanidad un
proyecto para agujerear una montaña de un artista fallecido.
La defensa de Natividad
Arnaiz fue lúcida y serena. Argumentó con detalle las razones por
las que la montaña de Tindaya debía ser asumida como un espacio de
digno reconocimiento por la UNESCO y señaló los beneficios, que
cualquier humano con dos dedos de frente puede deducir, de incorporar
a Fuerteventura, a través de Tindaya, en los patrimonios más
reconocidos mundialmente. Pero la diputada cometió un error:
defendió la propuesta (que es la de sus votantes y de muchas
personas que no lo son) con acento de Burgos.
Y claro, don Mario, el
genuino maho, el heredero de nuestros ancestros, el espécimen puro
que atesora nuestra clave genética, el hombre que se convierte en
canario en los bailes de taifa, el nexo que une a los Chillida con
Tiscamanita (de donde deben, seguramente, proceder), se cogió un
rebote que, junto con tantos años de poder y de obsesión,
transformaron a la criatura en un histérico xenófobo que nos
avergonzaría si no fuese porque solo se representa a sí mismo.
No es la primera vez que
Mario Cabrera utiliza la xenofobia como argumento. Hace unos años
más de doscientas personas, casi todas vinculadas a las dos
universidades canarias, firmaron un manifiesto pidiendo respeto para
Tindaya. Cuando se le preguntó, el entonces presidente del Cabildo
contestó que poco le importaba porque era la opinión de gente de
afuera. Solo nos queda el consuelo de que todo hubiese sido
muchísimo peor si este hombre, en vez de vivir de los demás sin
oficio, se hubiese dedicado a ejercer su profesión. Pocas cosas se
nos pueden ocurrir peores que un pedagogo que odie al que venga de
afuera (y no se apellide Chillida).