Ahora que los futbolistas venden
calzoncillos, presumen de Ferraris, defraudan a Hacienda, cubren sus cuerpos de
tatuajes, se casan con modelos, se ponen auriculares para no escuchar a la
afición y utilizan las redes sociales para hacer lo que no saben, el último
amante de la pelota decide despedirse de los campos de fútbol, que en realidad
fueron nuestros parques, nuestras playas, nuestras calles y los solares donde
dos piedras eran una portería y el dueño del balón (de reglamento) era el
capitán de uno.
El fútbol, ese enorme negocio que
un día fue un deporte y mucho antes un juego, pierde a alguien que disfrutaba
pasándole el balón a otros para que también se divirtieran. Valerón se
desprendía en cada pase de lo que más quería y nunca le importó. Hacía magia
filtrando pases que solo él veía y cuando los defensores se querían dar cuenta,
la pelota había llegado -dulce, precisa y agradecida- al hueco o al pie de un
compañero que, a menudo, tampoco se la esperaba.
Alguien con tanta calidad para
hacer malabarismos nunca buscó el lucimiento sino la solución. Nunca hizo un
regate innecesario y, sobre todo, nunca engañó al público buscando, con un caño
o un taconazo, su admiración. Y, sin embargo, nunca hubo atisbo de falsa
modestia en sus actos futbolísticos, simplemente disfrutaba haciendo lo
imposible: pasar desapercibido en el espectáculo más mediático y comercial del
planeta.
Para eso hace falta una humildad a
prueba de portadas y titulares. Después de tantos años haciendo de la pelota su
compañera y devolviendo felicidad a quienes habían pagado entradas para verle, Juan
Carlos Valerón volvió a fichar con la Unión Deportiva hace tres años. La
expectación y el cariño de la afición, que esperaba a su hijo pródigo, se
desbordó. El día antes de su presentación hubo una rueda de prensa. Y el Flaco, tímido y risueño, dijo con su voz
aflautada: En un principio la
presentación iba a ser en otro lugar; cuando ya me dijeron que iba a ser aquí (en
el estadio) y que tenía que salir afuera,
dije ¡Madre mía! Y ayer me puse a practicar un poco con el balón porque pensé... ¡A
ver si se me va a caer y la voy a liar! Lo dijo risueño pero lo dijo en serio. Y nos
podemos imaginar a este hombre, cuya calidad había sentado en los banquillos a
virtuosos brasileños como Palhinha o
Djaminha, agobiado ante las expectativas, dando toques al balón en el patio de
su casa.
En veinte años de fútbol
profesional, Valerón nunca fue expulsado de un terreno de juego. En el año
2012, jugando con el Depor en segunda, su compañero, el argentino Colotto, le
hizo una falta a un contrario. El árbitro estaba algo lejos y cuando se aproximó
le enseñó la tarjeta amarilla a Valerón, quien, seguramente, se había acercado
por allí para interesarse por el contrario. ¡Era su primera tarjeta amarilla
después de siete años y ni siquiera había cometido la falta! El bueno de
Valerón se acercó al árbitro, le puso un brazo amable en el hombro y le dijo: Disculpa, pero creo que te has equivocado.
Se va Juan Carlos Valerón; se va
un jugador desgarbado que seguramente hubiese sido rechazado por los ojeadores
del fútbol autómata de este siglo y por los buscadores de fisonomías y competitividad
que frustran tantos sueños porque intuyen que el niño no da el perfil para
patrocinar una colonia. Se va un jugador que cuando metía un gol no gritaba ni
gesticulaba, sino que abría los brazos buscando a sus compañeros para
agradecerles que estuvieran allí. Se va quizás el último superviviente de un
hermoso juego que ya solo lo podemos encontrar en los patios de los colegios. ¡Gracias
Flaco!